Llegamos a Chiapa de Corzo, pueblo mágico, un domingo. “¡Tienen que ir!” nos dicen todos. Es la fiesta más grande de todo Chiapas. Pisamos el centro y lo primero que vemos es una máscara enorme mirándonos con dos ojos claros enmarcados de pestañas. Ojos de cristal. Nariz aguileña, boca recogida, un lunar. Algunas de las máscaras incluso puedes pestañear. Las máscaras se recubren de un sombrero pajizo enorme, redondo. Capas de colores, pantalones anchos, cascabeles, chinchines. Es el atuendo del Parachico. José nos pregunta de dónde venimos, y comenzamos la plática. Su esposa e hijas llevan hermosos vestidos negros de flores de colores bordadas a mano: son las chiapanecas. Y están por todas partes. No sabemos decir cuantos parachicos y chiapanecas hay… ¿miles? Todo se llena de música y color. Las familias están en la calle. La gente baila, salta, grita a coro “¡viva Chiapa de Corzo!”
Una marea de gente. La seguimos y nos metemos dentro de la ola de color: parachicos, chiapanecas, música de banda. Al final vemos una procesión. Una alegre procesión formada por un grupo de hombres que carga un santo de ropas de colores, rosas, azules y amarillas, detrás la banda y miles de chiapanecas y parachicos bailando alegremente alrededor.
- ¿Qué hay allá?
- Es San Sebastián Mártir- nos cuenta José- le llevan a casa del Prioster. Allá vamos todos
- Cómo que allá vamos todos, ¿a una casa?
Hay miles de parachicos. Levantamos la cabeza y solo se ven máscaras y sombreros. Desde arriba parece un campo de dientes de león. Parece que fueras a soplar y millones de esporas fueran a repartirse en el aire.
- Sí vamos a casa del Prioster. Él se queda al santo. ¡Y nos da pepita!
- ¿A todos?
- ¡Sí claro!
Nos quedamos en shock cuando José nos dice con total normalidad que un tal Prioster va a dar de comer a miles de personas. Nos sigue explicando. El Prioster es el vecino del pueblo que ese año se encarga de organizar la Fiesta Grande. Toda la Fiesta Grande. Ser Prioster es un honor, pues San Sebastián Mártir no vive en la Iglesia, vive en casa del Prioster. Cada año, se elige un Prioster, y sale todo el pueblo en procesión a llevar al santo de la casa del Prioster anterior a la del nuevo, que le va a cuidar en un altar de su casa. El nuevo Prioster debe cocinar Pepita con tasajo para todo el pueblo, un plato hecho a base de carne y pepita de calabaza (riquísimo) Seguimos la marabunta de gente y llegamos a la calle del Prioster: conciertos, bandas, música, colores, olores. De la casa del Prioster no paran de salir platos de plástico que van pasando de mano en mano. A nosotros también llega. Buffet libre para el pueblo…¡más de 1000 personas! Es la manera del Prioster de agradecer la llegada del santo a su casa.
Por el camino vemos pasar hombres disfrazados de mujer. Nos recuerda a Cádiz en Carnaval. Se lo decimos a José.
-Qué bueno que no se ofendan –nos comenta disculpándose. Nos llama la atención- es el atuendo de los “” Se visten así en recuerdo de los indio que se vestían de mujer para distraer a los soldados españoles y que no les mataran.
Sentimos la punzada de culpa, sin saber por qué. Cada día que sentimos el latido de Latinoamérica, las sonrisas de sus gentes, el calor de su acogida… nos arrepentimos de una Conquista sangrienta de la que no formamos parte, pero que en cierto modo seguimos acarreando en la conciencia, como una carga histórica, irremediablemente, y no podemos evitar sentir pena por la crueldad por la que casi se extingue una cultura hermosa. Por eso cuando pasamos al lado de una familia que está hablando en zoque, o toztil o cualquier idioma indígena, inconscientemente sentimos un soplo de aire, un alivio regalado, el ver que a pesar de la sangre todavía se conservan antiguos idiomas prehispánicos, resquicios de una civilización que pudo ser, como una flor en medio de una sequía.
- ¿Y por qué Parachico?- preguntamos
- Ah la historia es bien bonita- dice José con una sonrisa de oreja a oreja- Cuenta la leyenda que hace muchos años, una señora llamada María de Angulo, muy guapa y española por cierto, como ustedes, llegó acá en busca de un remedio para su hijo tullido. El chico estaba a punto de morir, y la medicina no le hacía nada. Chiapa de Corzo era antiguamente conocida por su brujería y santería, y teníamos un curandero muy famoso, y la señora venía en su busca. El brujo dijo que curaría el chico, pero para eso necesitaba la ayuda de los hombres del pueblo. Que distrajeran al chico les dijo, para que la brujería surta efecto. Así pues fue como los indígenas de Chiapa de Corzo distraían al niño y le traían cosas “para el chico” y bailaban “para el chico” y todo “para el chico” de ahí el nombre del atuendo, que representa a un español- nos llama la atención el detalle de que todas las máscaras son muy blancas, de ojos verdes o azules y largas pestañas negras. A nosotros nos parecen más franceses, pero suponemos que en esa época llegarían españoles de ojos claros, o ellos lo percibirían así.
En las calles hay vida, y risas, y jolgorio. Y muchas mesas, barbacoas, elotes, micheladas y música en directo. Se celebra, como todo en México, por todo lo alto.
Nos sigue impactando mucho ese sincretismo, esa forma de combinar lo español y lo prehispánico, lo pagano y lo católico, a pesar del daño que hizo aquí.
Después de un día magnífico, de vivir Chiapa de Corzo, de sentir la fuera de sus gentes, no tenemos más remedio que reflexionar camino a casa: La máscara del parachico es, en cierto modo, el reflejo del concepto del indígena. Aquí entre los propios locales, la cara del español es bonita, la del indio no. La cara del español se festeja, aunque durante cientos de años fue la mano que agarró el látigo. Aquí los hueros (mixtos de españoles y mexicanos) son guapos, y normalmente de clase alta. El indígena puro vive en una comunidad pobre y, según los propios mexicanos, son “normales” cuando nosotros vemos rostros de hermosos rasgos, hombres y mujeres bellos y exóticos. El español es listo, el indio no.
Una indefensión aprendida de años atrás, un efecto Pigmalión llevado al más brutal extremo. Siglos de oír que los indios no tenían alma, que eran menos que animales, que eran salvajes ignorantes. Siglos de leyes contra la vagancia que permitían al patrón español disparar a su indio cual perro si intentaba huir y salvar la vida de opresión y esclavitud y violencia. Siglos de que el patrón tuviera el derecho legal de desvirgar a sus hijas o abusar de sus mujeres, de ser despojados de tierras y forzados al trabajo sin cobrar salario alguno, de negarles el derecho a la educación, a la defensa propia, a los derechos humanos básicos. Todavía hay enormes vestigios de sumisión hacia el extranjero, de la gente humilde de las comunidades, de las aldeas, en su forma de hablarte, de dirigirse a ti, de intentar servirte como si fuera una obligación para contigo.
“Yo no se hablar bien como usted” te dicen en una comunidad, por no saber español. Se conciben como ignorantes, cuando no hay cosa más bella que hablar un idioma que se ha mantenido vivo contra viento y marea desde siglos. Un idioma que refleja una cultura que venera el trabajo comunitario, el sentido social, la naturaleza, la familia. Para ellos su idioma es una vergüenza de cara al mundo. Como si su idioma no tuviera validez. “Yo no se hablar bien como usted” es una frase que se nos quedó marcada. Por no saber hablar una lengua que 2qde imponerles a fuego. Por seguir hablando en idioma prehispánico, signo de resistencia, valentía, unidad, fuerza, a lo largo de los siglos. Para ellos, no saber español es signo de ignorancia. Para nosotros, signo de firmeza. Ideas fijadas en sus mentes tras años de insultos, abusos, maltrato, explotación laboral y despojos de tierras.
Y aún basan sus festejos en historias de españoles.
Y te dicen: “Qué rostro más bello, el español. ¿Viste qué bonita máscara?”
Así nos hizo pensar. Inconscientemente, nada más paradójico y a la vez acertado. Qué bonita máscara hemos llevado.